Jim Carrey dijo una vez que el duelo no es simplemente una emoción pasajera. Es un lugar. Un espacio sagrado donde algo vivió intensamente pero ya no está. El duelo te atraviesa sin pedir permiso, dejando un vacío profundo justo en el rincón donde antes habitaba el amor.
Al principio, el dolor parece insoportable, como una herida abierta que arde cada vez que respiras. Te preguntas si alguna vez sanará. Con el tiempo, esa herida cierra, pero deja una cicatriz que no desaparece. El dolor se vuelve más suave, pero la huella permanece, recordándote que algo muy valioso estuvo ahí. Porque la verdad es que no “superas” el duelo. Sigues viviendo, pero ahora llevas esa ausencia contigo, como parte de quien eres.
El amor que existió no desaparece con la partida. Se transforma. Permanece en los ecos de las risas compartidas, en la calidez de los recuerdos, en esos momentos silenciosos en los que aún buscas su presencia. Y eso está bien. El duelo no es algo que deba ocultarse, ni es un signo de debilidad. Es la evidencia más pura de que tu corazón amó de verdad y que algo hermoso tocó tu vida.
Permítete sentir ese dolor. Permítete llorar y recordar. No hay un tiempo exacto ni una forma correcta de vivirlo. Algunos días pesarán más que otros, algunas noches traerán lágrimas inesperadas, y habrá mañanas que te llenarán de gratitud por haber tenido la oportunidad de amar tan profundamente.
Honra tu dolor, porque es sagrado. Es el testimonio de un amor verdadero. Con el tiempo, hallarás sanación, no porque hayas olvidado, sino porque aprenderás a caminar llevando en tu corazón tanto la pérdida como el amor que nunca se irá.
