“Las otras dolorosas cosas” de Héctor de Mauleón
Mi admiración y solidaridad, que de poco valen, para el gran periodista que no hizo un circo de una tragedia propia que es cotidiana para cientos, miles, de chilangos, y para números similares o superiores en todo el país
Por Juan Bustillos
En
más ocasiones que las deseadas, los periodistas nos convertimos en personajes
de nuestros reportajes o columnas, como le ocurrió a Héctor de Mauleón, el colaborador
de El Universal, cuyo escolta, un Mayor retirado, mató a por lo menos uno de
los dos ladrones que intentaron robarle el carro en la colonia Condesa de la
capital de la República.
Pude montarme en la ola de comentarios inmediatos que desató el incidente, pero
preferí esperar a que Héctor escribiera su propia versión, ya sin la adrenalina
del momento ni la presión mediática desatada por ser quien es, el mejor
cronista, puntual y objetivo (una rara cualidad en el periodismo de estos
tiempos), de la vida insegura que vivimos los mexicanos.
Sabía que trataría su caso en primera persona y no a través de entrevistas
banqueteras obligadas por el asedio de los colegas o de incursiones en las
redes sociales, en las que algunos de quienes nos dedicamos al oficio no
desperdiciaron la oportunidad de exhibir su mezquindad.
Lo hizo en su columna “En Tercera Persona”, bajo el título de “Crónica de un
día terrible”.
El caso es más que conocido como para repetir lo que es bien sabido, pero de la
lectura de su crónica me atraparon algunas frases confesadas por un periodista
que entiende el oficio y el submundo al que se asoma día a día, como lo
entendía el mejor antecedente de Héctor, el legendario Eduardo “El Güero”
Téllez Vargas, de quien fui compañero y, en ocasiones, suplente en El
Universal.
Me agradó comprobar que el éxito y el submundo en el que diariamente escarba no
han convertido a De Mauleón, a quien no conozco, en un periodista cínico y
deshumanizado, como nos ha ocurrido a muchos que nos dedicamos a la cuestión
política.
No obstante su éxito, o quizás por ello, Héctor es un reportero de a pie, no de
escritorio, cuya tenacidad y prestigio por su apego a los datos duros le abre
las puertas más insospechadas de la información sobre el tema que más lastima a
los mexicanos día a día. Quien lo sigue cotidianamente sabrá de lo que hablo.
Si acaso, la deformación de quienes nos concentramos en la política, le
reclamamos y, por qué no decirlo, le admiramos no caer en la tentación de
politizar lo que llega a sus manos, todo ello susceptible de ser utilizado en
estos menesteres tan del momento que vive el país.
Me impresionó saber que el “parlamento más extraño de mi (su) larga vida” haya
sido la lacónica explicación que por celular le dio del mayor que cuida su
seguridad: “Señor, intentaron robarme el coche y los maté. Acabo de matar a dos
ladrones”.
Acompañado del periodista Ricardo Raphael, con quien comía en un restaurante
cercano, acudió al lugar de los hechos. Con su habilidad característica narra
sin giros literarios su tránsito a la escena del crimen, su encuentro con el
escolta y su primera impresión al ver al ladrón en el suelo, aun moviéndose.
Escribe Héctor: “Yo también he visto esas películas en las que alguien aparta
con el pie la pistola de un criminal caído. Quise hacerlo, pues pensé que aquel
sujeto podía tomarla y abrir fuego contra las personas que estaban ahí –ya eran
decenas y contemplaban pasmadas la escena-, pero alguien, no sé si el mayor o
Ricardo Raphael, me dijo que no moviera nada”.
Después de escuchar la explicación del Mayor relata haber sido “una de las
últimas personas que lo vio (al ladrón herido en el maxilar) con vida. `Todavía
está respirando´, me dijo uno de los curiosos. Me acerqué a él y aún no
descubro para qué”.
Héctor se contesta a sí mismo: “Para verlo morir… de repente quedó quieto.
Extrañamente quieto. `De nuevo estoy aquí´, pensé, pues todo me hizo recordar
otras cosas. Las otras dolorosas cosas”.
Después se adentró en otro mundo real, el que todos los ciudadanos sufrimos
cuando nos atrevemos a denunciar: “Yo había ido a comer a la Condesa y ahora
caminaba con la mejor persona que he conocido en los últimos años rumbo a una
patrulla, al cubículo de un ministerio público apabullado de trabajo, carpetas,
expedientes, detenidos, quejosos, gente que entraba y salía llevando en carne
propia a la ciudad sangrienta: El arranque del año más violento en al menos 20
años”.
Estas cuantas frases dibujan, de cuerpo completo, al mejor periodista policiaco
de nuestros tiempos. Mi admiración y solidaridad, que de poco valen, para el
gran periodista que no hizo un circo de una tragedia propia que es cotidiana
para cientos, miles, de chilangos, y para números similares o superiores en
todo el país. No hoy en la Cuarta Transformación, en la que basta con nalguear
a los delincuentes para que regresen al camino del bien, sino en los tiempos
anteriores, en los que la corrupción se adueñó de las vidas pública y privada.
Celebro que Héctor esté sano y salvo, y que su escolta permanezca libre,
ofreciendo ejemplo de lo que entendemos por defensa propia, algo que los
mexicanos debemos aprender a velocidad en tiempos en que a la criminalidad se
combate con buenas intenciones y programas de bienestar que en el discurso se
escuchan poca madre, pero que en situaciones como las que vivió el periodista
de nada sirven.
Y sí, soy solidario con Héctor porque entiendo a la perfección su frase: “`De
nuevo estoy aquí´, pensé, pues todo me hizo recordar otras cosas. Las otras
dolorosas cosas”.
Sí, recordar las “otras dolorosas cosas”.