“2 de octubre no se olvida”, repiten pancartas, discursos y hashtags cada año. La frase ya es casi un ritual cívico, un recordatorio solemne de la matanza de Tlatelolco en 1968, cuando cientos de estudiantes fueron silenciados a balazos. Y, sin embargo, la ironía es brutal: en México la memoria histórica se repite como mal chiste.
Porque si realmente no se olvidara, quizá no estaríamos hablando, décadas después, de Ayotzinapa y sus 43 normalistas desaparecidos; quizá no habría marchas que terminan en gases lacrimógenos, golpes y persecuciones; quizá no habría madres que siguen buscando a sus hijos con picos y palas porque el Estado no fue capaz de hacerlo.
“2 de octubre no se olvida”, se grita en cada manifestación. Pero la pregunta es incómoda: ¿de qué sirve no olvidar si la historia sigue copiándose con la misma tinta roja? La represión de ayer es la represión de hoy, solo cambian los uniformes y las siglas en el poder.
En pleno 2025, seguimos acumulando expedientes: Atenco, Ayotzinapa, Nochixtlán, la Guardería ABC, las desapariciones de Tamaulipas, las fosas de Jalisco… ¿no será que la consigna debería actualizarse a “en México nada se olvida porque todo se repite”?
El 2 de octubre nos recuerda que la sangre estudiantil regó una plaza. Pero también nos grita que, a medio siglo de distancia, seguimos sin aprender que la memoria no sirve de mucho cuando la impunidad tiene más años de tradición que la propia democracia.