Por: Ernesto González Valdés
La evaluación siempre ha sido un factor vital, estrechamente ligado a la educación, al menos desde que vamos a la escuela, donde siendo pequeños, los padres asisten rigurosamente (temerosamente algunos y otros más confiados) a las reuniones para la entrega de boletines de notas y de conducta.
Con la edad y el paso del niño o niña a preadolescente y luego adolescente, un tanto cambia las reglas del juego, tal vez se “alejan algo” de los resultados numéricos y se limitan a indagar en, ¿Cómo vas en las notas?
Ya cuando pasan al mundo universitario y sobre todo en primer año -período de incertidumbre, de certeza o no en la carrera seleccionada, de adaptabilidad, de inmadurez a algo de madurez – prácticamente se disipa el vínculo: familia – estudiante. Experiencias tendrán muchas mis ex compañeros, yo aprovecho para contarle, una personal.
Nos encontrábamos en el proceso de aplicación de los exámenes a estudiantes de nuevo ingreso en las asignaturas de matemática y español (no siendo obligatorios), que, dependiendo de los resultados y de ser aprobados, a los estudiantes se les convalidaban la clase regular del período; de quedar aplazados se les remitían a los llamados cursos propedéuticos con el objetivo de garantizarles las herramientas básicas necesarias para una y otra asignatura.
Si bien el propósito era estimularlos, realmente los resultados eran desalentadores. “Caían como moscas”; En una ocasión saliendo de mi oficina, coincidí con un grupo de estudiantes provenientes de la biblioteca donde expresaban o mal expresaban que habían quedado aplazados, ¡por! un mísero punto!
Detuve al que llevaba “la voz cantante”, lo saludé y tras los trámites protocolares – de respeto, de identificación – le pregunté lo del punto “miserable” y que ¿Cuál había sido su preparación real para el examen? Ninguna, me expresó.
Pero, ¿por qué se molesta?, ¡Profe, … por un punto!; Le respondí “si te entiendo… tu nota fue de 69, ¿sí?, pero no estudiaste, le reclamé. ¿Y si hubieras obtenido 71?! Cool profe, cool!, fue su respuesta.
¿Cool?, un sinónimo de la palabra traducida al español – cool = frío -, era fresco, en mi caso, lo traduje algo así como conformista, “ya veré si en la próxima ocasión estudio un poco más…”. Respuesta que catalogo como “pérdida de tiempo, desechable para algunos jóvenes, mientras que para otros constituyen los primeros “escollos” en el mundo universitario.
¿Y para los padres, cuándo nos reclamaban de los resultados, enjuiciándonos que ¡TODOS, habían sido aplazados! ¿Tratábamos de palear la respuesta, mostrándole con datos que no era cierto (obviamente con el mayor respeto) ya que si en un grupo de 20 estudiantes, 4 habían aprobados, por qué su hijo o hija, no eran de ese grupo reducido?
Inclusive, hubimos de conversar con varios de los estudiantes aprobados, y nos indicaban que se habían preparado inclusive con apoyo de tutores; también lo hicimos con otros cuyos resultados fueron bajos y reafirmaban su no preparación, o que nunca ni en el bachillerato, les agradaban los números, haciendo alusión a la matemática.
Apuesto a que aquel estudiante ya posiblemente graduado de la universidad, si la corta conversación que tuvimos, le sirvió para bien, en este momento en la maestría que cursa, se estará esforzando por el + – 100.
Nota: el término cool, procede del inglés, y que, en esta ocasión, no es un acrónimo, sino un adjetivo traído directamente de esta lengua extranjera, donde su pronunciación en castellano es exactamente la misma que en el idioma anglosajón.